
Foto: Promocional. Texto de Jaime Díaz Fraga. En el año 2017, todo parece ir de más a menos o de menos a más, según se mire. No obstante, llega el 6-0 e irrumpe el año 2049 dejando atrás el 2017 de forma súbita. Esa es precisamente la sensación que en la retina deja Blade Runner 2049.
Tanto de día como de noche, incluido los sueños, la hilera de las preguntas con respuestas (luces de neón), las preguntas sin respuestas (días grises) o las respuestas sin preguntas (noche), no cesa en ningún momento. Tienes que respirar hondo, muy hondo. Efectivamente, al igual que el film original, la atmósfera de la película es densa, subrepticia y barroca.
Pero ahora las noches y luces de neón conviven con los días grises. En medio de este safari de residuos y tecnología, destaca la relación entre una holograma y un replicante, esto es, Ana de Armas con el inmutable Gosling. Aquí la relación es más imposible que la de Ford y Sean Young, pero dentro del principio o lema «tyrelliano» más humanos que los humanos.
Para subliminar esta relación, no está el búmeran de la música de Vangelis, pero sí la sensual interpretación, «off armas», de Ana de Armas que emula todo lo que no es pero que puede llegar a ser: «algo más» que trasciende a la física y química.Y por supuesto, también se entrecruzan otras tramas en la película, alguna de ellas trae causa de la cinta original mientras otras son absolutamente nuevas. Y es que una secuela debe ser coherente pero inquietante e innovadora también, de la misma manera que lo cortés no quita lo valiente.
Y es por ello, que Blade Runner 2049 es una oportunidad para irte a otro año que, aunque sea una paleta de colores y recuerdos dispares, se encuentra en el futuro e inevitablemente siempre mira y corre hacia adelante. Sólo tienes que respirar, respirar muy hondo y buscar una sala de cine.