La muy esperada proyección de la película de la temporada, Blonde, auspiciada por el canal de pago Netflix, producida por Brad Pitt y consumida ávidamente por el público ha dejado un reguero de sensaciones encontradas. Blonde era esperada como agua de mayo, para empezar para rehabilitar la plataforma de pago e intentar dejar atrás una crisis que le acecha desde hace algún tiempo. Blonde está dirigida por Andrew Dominik y cuenta con Ana de Armas, Bobby Cannavale, Adrien Brody como lujoso reparto.
Blonde, sin embargo, nos ha dejado más fríos que cálidos a aquellos que buscábamos un relato justo con el mito. Ya sabemos que el escudo de que esto es una adaptación de un libro (de Joyce Carol Oates) siempre estará ahí, pero sin embargo, la película pierde una gloriosa ocasión para dejar a Marilyn Monroe más allá de un cocktail lleno de estrés, violencia extrema, desnudez, baja autoestima y por supuesto alcohol y barbitúricos. Seguro que la vida de Monroe no fue, como dice la canción, días de vino y rosas, sin embargo bien hubiera hecho el realizador en incluir alguna pausa entre tanto dramatismo. Un regocijo innecesario en el supuesto desequilibrio de Monroe, nada más.
Gran parte de las críticas en España, salvan de la quema al trabajo de Ana de Armas quien pone el peso de la película en sus espaldas y de esa manera -al menos teóricamente- salva los muebles. Hay que decir que a ratos me creo a Armas y a ratos no. Quizás esto no es culpa de la actriz de origen cubano y que cosechó un sin fin de parabienes en el negocio del cine español gracias a su abundante participación en series de tv. Hay bastantes momentos, sobre todo cuando se abusan de planos picados en los que la sombra de Armas es muy escueta y poco alargada comparada con la gran Monroe. No basta con enfundarse en una peluca ad hoc y gritar la falta de padre para encarnar un papel cinematográfico de tal calado.
Dicho lo cual, ahí no está solo el problema de una cinta pretensiosa, que repite de manera abundante supuestas buenas ideas como la deformación del ojo de pez para simular momentos en el que la protagonista se pierde. Para más inri, el uso del anticuado 3:4 no obedece, por lo menos a simple vista, a una causa justa. Sencillamente, da la sensación que tuvo que ver más con una boutade de su director de fotografía. ¿Para qué pasar del 3:4 al panorámico y vuelta a empezar como si de una jugada de ajedrez se tratara? ¿Para qué el uso de color a veces sí, a veces no? ¿A qué obedece tal recurso?
El metraje, para colmo de males, es absurdamente largo en comparación con la odisea que se nos presenta. La friolera de dos horas y cuarenta minutos parece ya ser un estándar en las grandes corporaciones del cine y una bobina tan grande debería responder a una historia más llena, más jugosa y más trascendental.
Sin embargo, hasta el drama del que hace bandera Blonde está mal llevado. Es muy importante que el drama tenga su enjuague en momentos más cálidos y felices. ¿Es la vida -incluso la de la rubia Monroe- una sucesión de valles de lágrimas o hay claroscuros como en la de cualquier hijo de vecino? Pues más bien lo segundo. En este caso no, el guion nos arrastra por el fango como si fuera el único objetivo, y la única realidad. Y podrá oponerse otra vez y por enésima vez, que es la plasmación en la pantalla de un libro, pero volveremos a repetir lo de siempre, que la película ha de comprenderse de manera entera sin necesidad a remitirse a horas y horas de lectura.
Para colmo, no es que Blonde sea sólo pretensiosa, es que es lenta. Es que es reiterativa, es que se refiere mil veces a lo mismo. Mucho, quizás, esperábamos de Blonde pero no era esto. Sin embargo, la tentación de la rubia platino por excelencia sigue viviendo arriba, esperando quizás una nueva y gran idea que plasme por fin, en cine o cualquier medio artístico, su carisma, su capacidad intelectual fuera de toda dudas y no solo un mar de alcohol y barbitúricos como sí parece apuntar la vía que se explora en Blonde, sin duda más morbosa.
Texto: Héctor Martín, director de Canción a quemarropa
Foto: promocional.