
Nuestro compañero Adrián Gómez sigue afilando su verbo y en esta ocasión opina de Un completo desconocido, el film de James Mangold
He aquí un biopic de rock documentado, sentido y maduro. Tras el aluvión de los últimos años, en buena parte debido al inmerecido éxito de la enclenque, falaz y desastrosa Bohemian Rhapsody (2018), donde encontramos pequeñas joyas como Rocketman ( 2019) o Elvis ( 2023).
James Mangold (Copland, Ford.vs.Ferrari), nacido en New York, 1963, experto en éstas aventuras, cual Taylor Hackford del siglo XXI, desde En la cuerda floja (2005) -hace veinte años-recupera en ésta a Johnny Cash, pepito grillo (o así) del devenir de ciertas decisiones de Robert Allan Zimmerman, nuestro Bobby, piedra angular, digámoslo ya, de la música del siglo XXI, y muy posiblemente, el mejor songwriter del último siglo.
No en vano ganador del premio Nobel de literatura, que no fue a recoger. Veleidades dylanianas aparte, que merecen ya de por sí un artículo propio, hablamos de un personaje poliédrico, tanto en lo musical, cómo, especialmente, en lo personal. Múltiples aristas que ya fueron tratadas en la fenomenal I’m Not There ( 2007), de manera metafórica, por Todd Haynes (Velvet Goldmine), película en las antípodas del mainstream, arriesgada, pasional y de diferentes lecturas.
Ésta que nos ocupa, más lineal, pero igual de apasionada y entregada en sus interpretaciones, desde un magistral Timothee Chalamet, hasta un caracterizado Edward Norton cómo Pete Seeger, pasando por Mónica Bárbaro cómo Joan Baez, o Elle Fanning como Suze Rottolo (aquí nombrada como Sylvie ¿Miedo a posibles represalias judiciales de la familia?), se estructura en dos partes claramente diferenciadas, la acústica y la eléctrica, folk y rock, aunque se omita el disco de la transición, el espléndido Bring it all back home (1965).
Desde Greenwich Village hasta Newport, basado en el libro «Dylan Goes electric», se nos narra el viaje iniciático del joven trovador de Minesota, del encuentro con su ídolo, alma mater de la canción protesta, Woody Guthrie (probablemente, la mejor interpretación de Scott McNairy), donde suena Song to Woody, o la inmersión en el activismo gracias a Sylvie, que desemboca en el extraordinario Freewheli´n Bob Dylan (1963), repleto de himnos generacionales (Blowin’ in the Wind, Girl from the North Country, A hard rain’s gonna fall, etc..) de donde han mamado todos, desde la nueva trova, hasta la canción de autor española, desde Springsteen hasta Bono, desde Serrat hasta Quique González, desde el Laurel Canyon hasta el sonido Americana.

El director James Mangold en plena acción
Masters of War, gestada, según el film, tras la crisis de los misiles de Cuba, o la cumbre, ante una boquiabierta Báez, y una afectada Sylvie, con The Times they’re a-changing. Y de las velas a las bombillas, figura retórica utilizada en la película. Sirve de bisagra entre las dos mitades, la relación, epistolar primero, presencial después; con Johnny Cash, aquí un Boyd Hoolbrock, fetiche del director (Logan, Indiana Jones y el Dial del Destino), en estado de gracia, literal.
Dylan Rock Star, con gafas oscuras, ídolo mesiánico, seguido por todos, desde los rockeros ingleses, hasta los hippies. Esa gran pala, como bien dice Seeger, que ha sepultado todas las cucharas. Su amistad con Bobby Nerwith, su pistoletazo con Like a Rolling Stone, con colchón de Al Kooper y Mike Bloomfield, la creación del disco-culto por excelencia de su carrera (Highway 61 Revisited), sus romances esporádicos, la decepción de la comunidad folkie, su salto sin red con electricidad, y la reacción de Joan ante todo. Atrapado por su destino, escapando de la deidad contracultural que nunca pidió, Dylan desaparece motorizado, por la autopista, pero aún falta un año para el accidente. Antes haría la gira británica, entre abucheos y vitores, con los futuros The Band, y grabaría el primer álbum doble de la historia del rock, Blonde On Blonde ( 1966).
Nos quedamos en Subterranean Homesick Blues. La dramatización de los hechos, se permiten algunas licencias, sin llegar jamás a los niveles de la sonrojante Rhapsody. Así, se le llama Judas en el festival de Newport, cuando toca Rolling Stone, It takes a lot to laugh, It takes a train to cry y Maggie’s Farm, cuando esto sucedió en el posterior concierto en el (supuesto) Royal Albert Hall. Ni rastro de las lágrimas que brotaron en la actuación, cuando vuelve a complacer a su público, con el set acústico.
Tampoco aparece el amor de su vida, Sarah Lowndes, futura madre de sus hijos, y ya presente en esos días, a quién dedicó el sangrante y rupturista (en todos los sentidos) Blood on the Tracks (enero de 1975, diez años después). En ningún momento se edulcora la imagen del juglar de Duluth. Chalamet plasma el hieratismo, la indiferencia, la ambigiuedad moral, las dudas, la frustración, el desapego o la genialidad, del autor de Mr Tambourine Man.
Como Taron Egerton en el citado film sobre Elton John, canta con su voz, pero ellos, al contrario que el Karaoke imitativo e impersonal de Rami Malek, no fueron compensados con estatuillas. No hace falta. Ésta obra respira música, arte y pasión en general. Perfectamente acabada desde el punto de vista técnico y artístico (ambientación, vestuario, fotografía), no debemos olvidar que es un proyecto-iniciativa, propuesto por su mánager, aunque su Dylanísima ya esté de vuelta de todo eso.
La historia ya está ahí. Su legado también, como la harmónica-espada artúrica, cedida por Woody-Merlin. La sirena suena y nos lanzamos a la autopista 61 y ya no hay vuelta atrás. Emoción a flor de piel. Y eso es todo, Baby Blue.
Foto: promocional