Redaccion 
Vuelve a los cines uno de los mejores rockumentales o películas-concierto de todos los tiempos Pink Floyd: Live at Pompeii (Director’s Cut, 2024). En cuanto a recitales filmados se refiere, se encuentra en dura pugna con Woodstock (1969), Gimme Shelter (1969), Ziggy Stardust ( 1972), El Ultimo Vals (1978) o Stop Making Sense (1984). Y de mostrar las entrañas de un rockero solista o banda en plena efeverscencia creativa o cima de popularidad, desde una vertiente humana, se encuentra a la altura de Don,t Look Back (1967), Let it Be (1970) o The Kids Are All Right ( 1978).
En éste reestreno, remasterizado en 4k, y con cortes necesarios (caras de piedra e imágenes de volcanes, que nada aportaban), estamos ante la versión del director Adrian Maben, devoto de Fellini o Leone, que ya había grabado especiales televisivos con bandas cómo The Family. Los Floyd, ya estrellas internacionales, pero con status de banda de culto, revolucionarían el rock a todos los niveles al año siguiente, con una de sus obras maestras; The Dark Side of The Moon (1973), superventas a nivel mundial, y aún hoy en día unos de los discos más vendidos de todos los tiempos (me oyes, Jacko?).
Lejos de la etapa de Syd Barret de sus comienzos, y con David Gilmour ya en sus filas («sí, ahora soy millonario»), se nos muestra a la agrupación ajena a su fama psicodélica («queremos distanciarnos de la imagen de grupo para viajes lisérgicos y derivados»), se habían convertido en el grupo mimado por la «Delicatessen» cinematográfica europea (sus bandas sonoras para More y Obscured By Clouds así lo atestiguan), y estaban experimentando con nuevos sonidos, enn su último trabajo. el ejemplar Meedle (1971), del que tocan piezas como la dura y siniestra One Of These Days, O la estimulante Echoes, obra de Gilmour y el teclista Rick Wright, que abre y cierra el film. Suite atmosférica cómo pocas, nos sirve para introducirnos en un espectáculo sin público, en el teatro romano.
Un entorno que habla, se comunica, con el espectro sonoro que destilan. Las tomas son arriesgadas, segmentando la pantalla, cuidando un excelente montaje, donde se lucen todos los miembros, desde un inspirado Nick Mason, que lo da todo, tanto en las baquetas cómo en las declaraciones. Eso si, muy por debajo de la egolatría de un Roger Waters ya en proceso de ascensión mesiánica (atención al rapapolvo sobre la noción y habilidades para la producción de álbumes). Da igual. Todo se le perdona cuando suena el Gong ( imagen paradigmática de la iconografía de la banda desde entonces) e implosiona con su grito catártico en Careful With This Axe, Eugene, o nos hace estrellarnos contra el astro-rey en Set The Controls to The Heart Of The Sun. Waters también se muestra ducho con la mesa de sonido que podemos considerar como una «Frankenstein», 24 canales para desarrollar un envoltorio sónico que patentarían y crearía escuela. No es casualidad que Pete Townshend estuviera entre sintetizadores por aquel entonces en Who,s Next (1971), o que John Paul Jones tomara apuntes para su posterior teclado en No Quarter, de Led Zeppelin.
La genialidad de la banda se plasma en las escenas de grabación en los estudios Abbey Road, con esbozos de Breathe, Us and Them, Eclipse o Brain Damage (» No queremos que la tecnología nos controle, sino al contrario»), y nos adentra en la cocina (literal y metafóricamente), supurando creatividad a raudales ( ese perro con micrófono, entre harmónica y guitarra acústica). Alternancias de paseos por exteriores de los cuatro músicos, se entremezclan con sobremesas con o sin corteza. Discrepancias culinarias aparte, las discusiones son leves y aún no saltaban chispas ( por lo menos, en cuanto a colisión de egos se refiere).
Un documento que ha dejado huella en todo lo que ha venido después, desde Radiohead hasta Porcupine Tree, desde Jack White hasta Billy Corgan, desde Dream Theather hasta Warren Haynes. La herencia, el legado, está ahi. Pero un servidor nunca olvidará aquel remoto pase televisivo, hace más de treinta años, donde me vi totalmente absorto y atrapado entre los fotogramas y la música de A Saucerful of Secrets…el viento, el hammond, el bajo, la batería, la guitarra…y por último, la voz, en un crescendo explosivo, asombroso, que me atrapó ya de por vida.
Cuarenta y cinco años después, Gilmour volvió al anfiteatro, ésta vez con público, y ahora tocando tonadas conocidas..pero aquello ya no era lo mismo…Brillante sin duda, pero ya no histórico…o mítico.
Cerremos el periplo audiovisual con el título que moldearía la relacion Gilmour_Waters, a dos bajos, vaticinando el futuro…
» Uno de éstos días, voy a cortarte en pedacitos»..
Obra Maestra
Texto de Adrián Gómez
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